...............................................................................................Marqués de Sade
ué veo en el Dios de este culto infame sino a un ser inconsecuente y bárbaro, que hoy crea un mundo del que se arrepiente mañana?, ¡Veo sólo un ser débil que nunca puede hacer tomar al hombre el camino que le traza!, Esta criatura, aunque emanada de él, lo domina; ¡puede ofenderle y merecer por eso suplicios eternos!, ¡Qué ser más débil que este Dios!, ¡Cómo!, ¿ha podido crear todo lo que vemos y le es imposible formar un hombre a su imagen?, Pero, me dirán ustedes, si lo hubiera creado así, el hombre carecería de mérito ¡Qué vulgaridad!, ¿Qué necesidad hay de que el hombre sea meritorio ante su Dios? Haciéndolo completamente bueno, jamás hubiera podido hacer el mal, y sólo así la obra sería digna de un Dios. Dejar al hombre una opción es tentarlo. Ahora bien, Dios, por su presencia infinita, sabía bien lo que resultaría; entonces, es sólo por placer que pierde la criatura que él mismo ha formado ¡Qué Dios horrible es un Dios así!, ¡Qué monstruo, qué canalla digno de nuestro odio y de nuestra implacable venganza! No obstante, poco satisfecho de una tarea tan sublime, ahoga al hombre para convertirlo: lo quema, lo maldice.
Nada de eso lo cambia. Un ser más poderoso aún que ese infame Dios, el Diablo, que siempre conserva su dominio, que siempre puede desafiar a su autor, logra con sus seducciones corromper incesantemente la tropa que se había reservado al Eterno. Nada puede vencer la energía de ese demonio, su poder sobre nosotros ¿Qué imagina entonces, según ustedes, el horrible Dios que predican?, No tiene más que un hijo, un único hijo, obtenido no sé en qué comercio —pues como el hombre coge, ha querido que su Dios también lo haga—; luego desprende del cielo esa respetable porción de sí mismo. Uno imagina que esta sublime criatura va a aparecer quizá sobre rayos celestes, en medio de un cortejo de ángeles, a la vista del universo entero... nada de eso: ¡es en el seno de una puta judía, en medio de un chiquero, que se anuncia el Dios que viene a salvar a la Tierra! ¡He ahí la digna estirpe que se le presta! ¿Pero quizá su honorable misión nos compensará?, Sigamos al personaje: ¿qué dice?, ¿qué hace?, ¿qué sublime misión recibimos de él?, ¿qué dogma va a prescribirnos?, ¿en qué actos va a estallar al fin su grandeza?
Veo primero una infancia ignorada, algunos servicios, muy libertinos sin duda, prestados por este granuja a los sacerdotes del templo de Jerusalén; luego una desaparición de quince años durante la que el tunante va a envenenarse con todos los ensueños de la escuela egipcia, que luego trae a Judea. Apenas reaparece, su demencia comienza por hacerle decir que es hijo de Dios, igual a su padre; asocia a esta alianza un tercer fantasma, el Espíritu Santo, y estas tres personas, asegura... ¡no deben ser sino una! Mientras más asombra a la razón este ridículo misterio, más asegura el bellaco que es meritorio adoptarlo... y peligroso aniquilarlo. Es para salvarnos, afirma el imbécil, que se ha encarnado, aunque es Dios, en el seno de un hijo de los hombres; ¡y los milagros asombrosos que obrará pronto convencerán al universo! En efecto, durante una cena de borrachos, según se dice, el pérfido convierte el agua en vino; en un desierto alimenta a algunos perversos con provisiones escondidas previamente por sus secuaces; uno de sus compañeros se hace el muerto y nuestro impostor lo resucita; sube a una montaña y allí, frente a dos o tres amigos, hace un truco que avergonzaría al peor prestidigitador de nuestros días.
Maldiciendo con entusiasmo a todos los que no crean en él, el sinvergüenza promete los cielos a cuanto estúpido lo escuche. No escribe nada, dada su ignorancia; habla poco, dada su imbecilidad; hace aún menos, dada su debilidad. Cansando al fin a los magistrados con sus discursos sediciosos, aunque escasos, el charlatán se hace crucificar después de haber asegurado a los miserables que lo siguen que, cada vez que lo invoquen, descenderá hacia ellos para hacerse comer. Lo llevan al suplicio y se deja hacer; su papá, el Dios sublime, no le presta el menor auxilio y he ahí al bribón tratado como el último facineroso, de los que estaba tan orgulloso de ser el jefe.
Sus satélites se reúnen: "Estamos perdidos, dicen, si no nos salvamos por algún prodigio. Emborrachemos a la guardia que rodea a Jesús; robemos su cuerpo, pregonemos que ha resucitado: el recurso es seguro; si conseguimos hacer creer esta trapacería nuestra nueva religión se establece, se propaga, seduce al mundo entero... ¡Trabajemos!" Intentan el golpe y resulta ¡Truhanes, la audacia ha remplazado al mérito! El cuerpo es sustraído, los tontos, las mujeres y los niños gritan, tanto como pueden: "¡Milagro!". Sin embargo, en esa ciudad donde tantas maravillas acaban de operarse, en esa ciudad teñida por la sangre de Dios, nadie quiere creer en Él: ninguna conversión se realiza. Hay más: el hecho es tan poco digno de ser transmitido que ningún historiador habla de él. Sólo los discípulos del impostor piensan sacar partido del fraude, pero no en el momento.
Esta consideración es esencial. Dejan correr varios años antes de hacer uso de su insigne bellaquería; finalmente construyen sobre ella el inestable edificio de su repugnante doctrina ¡Todo cambio gusta a los hombres! Cansados del despotismo de los emperadores, una revolución era necesaria. Se escucha a los estafadores y su progreso es rápido: esta es la historia de todos los errores. Pronto los altares de Venus y Marte son remplazados por los de Jesús y María; se publica la vida del impostor; esa chata novela encuentra sus crédulos; se le hace decir mil cosas en las que nunca pensó; algunas de sus frases absurdas pronto se tornan en la base de su moral y, como esta novedad se predicaba a los pobres, la caridad llega a ser la primera virtud. Se instituyen ritos extraños con el nombre de sacramentos, de los cuales el más indigno y abominable es el que hace que un cura, pesé a estar cubierto de crímenes, tenga el placer de meter a Dios en un pedazo de pan mediante algunas palabras mágicas. No abriguemos la menor duda: este culto indigno hubiera sido destruido sin remedio, desde, su nacimiento mismo, si hubiésemos empleado contra él las armas del desprecio que merecía; pero en cambio se lo persiguió, y creció: era inevitable.
Probemos aún hoy cubrirlo de ridículo y caerá. El hábil Voltaire no empleaba jamás otras armas, y es de todos los escritores el que se puede jactar de haber hecho más prosélitos. En pocas palabras, Eugenia, tal es la historia de Dios y de la religión; vea usted la fe que merecen esas fábulas y tome su determinación.
..................................................................................................................................(Sade, fragmento de "La filosofía en el tocador").
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